Tenía una semana en su nuevo departamento alquilado; un quinto piso con vista al parque 9 de Julio. Estaba feliz porque era amplio, iluminado y fresco. Antes vivía en un mini piso con vecinos que se defendían a los gritos, a los tiros y a los empujones durante las turbulentas madrugadas del fin de semana. Además, le erizaba la piel el ruido del camión de la basura, que aplastaba los desperdicios a un lado de su ventada y que desprendía una estela maloliente. Durante la séptima noche en su nuevo hogar la sonrisa le mutó a un fruncido labio y un incipiente dolor de cabeza. Es que a la 1.30 de la madrugada el ruido de las sillas y el correteo de cuatro niños en el piso superior no la dejaba dormir, y siguió así hasta pasadas las 2.50. La experiencia se repitió durante los cinco meses siguientes, con añadiduras como martilleos a la medianoche o la incesante máquina pulidora que trabaja a la siesta y que parece recrear el ruido de una demostración aérea de aviones Antonov (de los más grandes del mundo).

En julio se publicó una nota en este diario sobre la convivencia urbana, en la que se indica que los ruidos molestos encabezan el top five de las quejas vecinales. Un abogado sugiere que esos enojos, en la mayoría de los casos, se solucionan rápidamente conversando. Pero a esta persona que nunca tuvo problemas de sueño (se duerme hasta en el cine) la charla con los vecinos no le ha dado buenos resultados: el pallier es testigo de los gritos que recibió de un residente -que le lleva medio metro- al que no le gustó la solución que le ofrecieron luego de un problema con el agua.

Así las cosas, no queda más que apelar a las palabras que utilizó en una carta el lector Miguel Ángel Sáez, que exhorta a la población a repensar nuestros comportamientos y volver a las reglas de respeto y urbanidad, para que de esta forma podamos convivir en un ambiente más sano. Y, de paso, se aprovecha el espacio para pedirle a los del sexto D que tengan buena voluntad y acuesten a los chicos temprano.